Empecemos esta nota con un divertimento filosófico. En su libro de cuentos Sin Plumas, Woody Allen describe un animal llamado el gran congón: "Es un animal mitológico con cabeza de león y cuerpo de león, pero de un león distinto". ¿Realmente se puede decir que son dos leones distintos? Uno pensaría que, siendo los dos leones miembros de la misma especie, no habría forma de diferenciarlos. Pero lo cierto es que cada león es único y, si conociéramos algunos rasgos individuales de cada león, podríamos saber de cuál salió la cabeza y de cuál salió el cuerpo. Además, en estos tiempos modernos en que nos ha dado por secuenciar el ADN de todo lo que se nos pone enfrente, sería mucho más fácil distinguir a los felinos: sólo tendríamos que tomar un poco de tejido de la cabeza y del cuerpo y someterlo a análisis de variación genética. Si el genoma de la cabeza no es igual al del cuerpo, sabríamos que son dos leones distintos. Porque, a pesar de las diferencias o similitudes visibles en el cuerpo, todos sabemos que el ADN es lo que nos da nuestra identidad, ¿cierto?
¿Cierto?
Pues no, no necesariamente. El ADN de los organismos no es un altar de tranquilidad a salvo en un rincón del núcleo celular. Es una molécula en constante actividad, pues se le pide que comparta su información para poder fabricar proteínas o que se duplique cuantas veces sea necesario para que todas las células nuevas tengan la misma dotación de genes. En medio de tanto frenesí molecular, las moléculas de ADN sufren algunos cambios, llamados formalmente mutaciones, que pueden alterar la secuencia original. Esto le puede pasar a cualquier célula de tu cuerpo. Las células cancerígenas tienen mutaciones que las han llevado al desenfreno y a dejar de colaborar con las demás. Si te pusieras a analizar el ADN de cada una de las células de tu cuerpo, es probable que muchas de ellas tengan un genoma ligeramente distinto al que tenías cuando eras un óvulo fecundado.
Ese análisis fue precisamente el que hicieron Scott M. Williams y su equipo, de las universidades de Vanderbilt y de Darthmouth en Estados Unidos. Ellos sospechaban que en diferentes tejido del cuerpo se podrían tener diferentes mutaciones. Tomaron muestras de diez diferentes tejidos de dos personas sin parentesco y analizaron su ADN mitocondrial. Este es el ADN que está en la mitocondria, el organelo en nuestras células involucrado en la respiración celular y que heredamos sólo de nuestra madre.
Como esperaban, Williams y sus colegas encontraron que no todas las células tienen exactamente el mismo ADN mitocondrial, pues había variaciones en las secuencias en los distintos órganos. Pero eso no fue lo único. También encontraron que, en al menos tres tejidos –músculo esquelético, riñón e hígado–, las variaciones eran las mismas entre las dos personas no emparentadas. Es decir, al parecer esos tejidos habían pasado por las mismas mutaciones en los dos individuos, mientras que el resto de su cuerpo tenía el mismo ADN. Esto resultó una sorpresa, pues normalmente las mutaciones en el ADN son azarosas, es decir, no se puede predecir exactamente cuál sitio del genoma mutará. Posteriormente, Williams y su equipo buscaron las mismas mutaciones en otros dos pacientes. Sorprendentemente, las encontraron.
El descubrimiento de estos científicos, si bien se produjo con pocos individuos, plantea muchas preguntas interesantes. ¿Cómo es que se pueden producir las mismas variantes en los mismos tejidos en personas diferentes, mientras que el resto del cuerpo mantiene su ADN original? Williams y su equipo han planteado la hipótesis de que esos fragmentos de ADN son propensos a mutar, que algunas mutaciones ocurrieron en las primeras etapas del desarrollo, que algunas de esas variantes génicas se logran mantener en las células hijas y que al final se extienden a todo el tejido. El ambiente celular de cada tejido particular define cuáles variaciones se quedan y cuáles se pierden. Digamos que, independientemente de la persona, el hígado promueve que se mantengan las mutaciones X, mientras que el riñón promueve que se mantengan las Y, el músculo esquelético las Z, y el resto de los tejidos del cuerpo las A (que son las que teníamos cuando éramos embriones).
(Esto, claro, pensando en el ADN mitocondrial. ¿Ocurre lo mismo en el ADN del núcleo, que es donde están la mayoría de nuestros genes? Esperen mañana una nota al respecto.)
El estudio de Williams y sus colegas nos ofrece, además, una visión interesante de nuestra identidad. Si al final resulta que no tenemos el mismo ADN en todo el cuerpo, definitivamente no podemos reducir nuestra identidad a nuestro genoma. Y si, como su estudio parece indicar, tenemos las mismas variantes genéticas en los mismos tejidos, entonces podríamos decir que somos un gran congón humano, que tiene cuerpo de humano y algunos tejidos de humano, pero de un humano distinto; aunque esos tejidos hayan estado con nosotros desde que nacimos. ¿Cierto?
Ojalá hayan disfrutado este divertimento filosófico tanto como nosotros.
Bibliografía: Nota fuente en Eurekalert! | Artículo original publicado en PLoS Genetics | Nota en el blog de Historias Cienciacionales